jueves, 10 de octubre de 2019

Sí, yo también vivo con depresión. Y ya no me avergüenza decirlo.

Se supone que hoy, 10 de octubre, es el Día Mundial de la Salud Mental. Sé que hay muchos temas de actualidad entre el tintero que podría tocar para abrir esta nueva temporada de mi, aunque no parezca, querido blog. Sin embargo, en una fecha como la de hoy, me resulta pertinente hablar de la salud mental desde la que, considero, es la más sincera de las perspectivas: la mía. 

Desde que vi el tráiler de Joker, la película protagonizada por Joaquin Phoenix, hubo una frase que llamó particularmente mi atención: La peor parte de tener una enfermedad mental es que las personas esperan que te comportes como si no la tuvieras


Y sí. A veces, más que por temor, por pereza a soportar el juicio de otros, me es más sencillo jugar a la princesa de hielo y negar que convivo muy de cerca con una enfermedad mental, mi propia depresión. Pero, con el tiempo, aprendí que así no ayudo a nadie, peor aún, no me ayudo yo. Esas dos razones son suficientes para exponer mi historia personal. Me libera y puede que tienda un puente para que otros que están pasando por una situación similar a la mía también se sientan libres de hablar de ello.

Seré breve, aunque concisa, al ilustrar mi caso. 

Tengo encima este tema desde que tengo memoria. De hecho, fue lo que me impidió ingresar al Merani cuando tenía seis años. Los psicólogos que me evaluaron argumentaron que tenía tendencia hacia la depresión y determinaron que, si estudiaba allí, a los 15 años iba a perder el apetito por la vida, porque ya conocía demasiado. Hoy en día, pienso que nos hicieron un favor, a mis padres y a mí, al recomendar que no entrara a ese lugar.

Luego vinieron los intentos de suicidio, el primero a los nueve años. Fue mi hermano quien lo impidió, y ese día me dedicó la versión en español de Wind of Change, de Scorpions, para demostrarme que siempre estaría ahí para mí. Fernando cumplió, hasta el último momento. 11 años después no soy capaz de escuchar esa canción.

De los demás intentos prefiero no hablar. 

No, la muerte de mi papá y mi hermano, los hechos que más dolor me han causado en estos 31 años de vida, no fueron la causa raíz de mi depresión, solo fueron el detonador para que me golpeara en la cara con toda la contundencia posible. Hasta ahí, había sido capaz de vivir dentro de los parámetros de lo que se considera normal. A partir de ese punto, llegó la desidia, el dormir demasiado, el dormir muy poco, el olvidar comer, el no querer hacer nada aparte de quedarme acostada en la cama navegando en Internet. Los demonios que me hicieron perder el tiempo en la universidad contra los que aún tengo que pelear.  

Ahora, a la pregunta del millón de dólares de si ya consulté con un especialista en el tema, la respuesta es sí, con varios. El veintiúnico psiquiatra al que me atreví a ver se limitó a recetarme una pastilla para el día y otra para conciliar el sueño en la noche. La del día me mantenía en un estado permanente de letargo y la de la noche acrecentaba mi insomnio. 

Con los psicólogos no me fue mucho mejor. Me topé con personajes que catalogaron mi situación como un “intento por llamar la atención” al que mi familia no debía darle demasiada importancia. Otros, me recomendaron encomendarme a Dios, y se escandalizaron cuando profesé no ser creyente. Es por ello que llevo bastante tiempo sin buscar de forma activa ayuda profesional. 

Sin embargo, desde hace varios años, lo que me ha sostenido en los momentos más oscuros es repetir como autómata el siguiente mantra. Sí, la muerte de mi papá me partió la vida en dos y la de mi hermano me puso al borde del hospital psiquiátrico, literalmente. Pero aquí estoy. Si ninguna de esas dos situaciones logró que me hundiera del todo, nada puede hacerlo. Nada. 

Por otra parte, me ayuda mucho asirme de lo que sí tengo y trabajar con ello para obtener lo que me hace falta. Recordar las razones que tengo para no desfallecer. Mi mamá, mis dos hijas perrunas, mis amigos y familia, mis metas y un largo etcétera. 

Por último, una que otra persona, de esas que no tienen la más remota idea de lo que conlleva vivir con una enfermedad mental, alguna vez me ha hecho comentarios absurdos, como que si no he sido capaz de superar las muertes en la familia, lo mejor es que me mate, así le hago un favor al mundo. No resisto por ellos, no lo merecen, pero he decidido que sus palabras me sirvan como motivación extra. Cada día que permanezco viva y en pie es un dedo corazón en alto en sus caras que me llena de satisfacción.  

Y hacerme esas mentales me ha servido. No he tenido un episodio de depresión preocupante desde hace cuatro años. Pero siempre he de estar alerta. Puede que, en algún momento de la historia, todo lo anterior no sea suficiente y termine reventando. Sin embargo, si han de confiar en mí en algo, que sea en que me esfuerzo todo el tiempo para que eso nunca llegue a suceder. 

Que quede claro que no pretendo, bajo ningún concepto, satanizar a los profesionales en salud mental por mis experiencias personales, mucho menos decirles que si están pasando por un momento duro no acudan a ellos. Al contrario. Si ven que la situación está demasiado complicada como para que la sigan afrontando solos, soliciten TODA la ayuda que puedan. Estoy segura de ser la excepción de la regla, de que en el camino se encontrarán con profesionales competentes que sí van a tenderles la mano, en lugar de incrementar su angustia.

Por otro lado, contar con el apoyo de nuestro círculo cercano es crucial. Ojo, que aquí no estoy diciendo que tenga que ser por obligación la familia de sangre. Si lo es, fabuloso, más lazos de los que nos podemos agarrar. Pero muchas veces nos topamos con que los familiares no están dispuestos a lidiar con nuestros líos mentales, pues están mamados de vernos caer u oír una y otra vez “el mismo cuento de siempre”, algo hasta cierto punto comprensible. 

Si ese es el caso, está la otra familia, la que nosotros hemos escogido, nuestros amigos. A veces, nos conocen más que la familia de sangre, y podemos soltar con ellos cualquier carga. Todos contamos con, aunque sea, un ser humano que nos comprende, que no va a pensar que otra vez estamos haciendo show, que somos muy débiles para enfrentar la vida. Es en ellos en quienes hemos de buscar apoyo.

A mi familia, la de sangre y la que elegí, aprovecho para agradecerle por aguantar junto a mí durante todo este tiempo, por su paciencia infinita. En algún momento les he de recompensar.

Si todo lo anterior fracasa, les pongo sobre la mesa otra alternativa: quien escribe estas líneas. Me pueden escribir a cualquier hora del día. No soy una profesional, pero les aseguro que no los voy a juzgar, no me voy a reír y mucho menos les voy a dar consejos genéricos de superación personal, salvo “mueva el culo y párese duro por lo que quiere en la vida”, si es que les sirve de algo. 

Y frescos, que tampoco les voy a contar mis desgracias pretendiendo que así se sientan mejor, para eso está este espacio. El punto es, por favor, no duden en acudir a mí o a cualquier persona o instancia que los haga sentir seguros para expresar lo que sienten. Por mi parte, prefiero escuchar diez mil veces la tracamanada de cosas que tengan por decir a enterarme un día de que perdieron la guerra. Vivos los quiero, mis valientes.  

Para concluir, a todos los que se siguen rompiendo el alma cada día por sobrevivir, a pesar de que la cabeza a veces sienta que no puede más, el mayor de mis respetos. Mi corazón está con ustedes en esta lucha, entiendo perfectamente por lo que pasan. Sí que lo entiendo.



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