martes, 14 de septiembre de 2010

Con esa boquita comes...

…y también dices mamá.
Hay quienes dicen que todo ser humano no es simplemente una persona, sino la combinación de dos fuerzas encontradas. Ángeles y demonios, santos y pecadores, poderosos e indefensos, cobardes y valientes, fuertes y débiles, en fin. En cada uno de nosotros siempre habrá una yuxtaposición, una contradicción siempre latente de dos extremos que luchan dentro de nosotros, dos polos que son oposición y complemento al mismo tiempo, el bien y el mal.
Este concepto ha estado presente en la literatura con libros como la obra de Robert Louis Stevenson, El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde, y más recientemente Satanás, de Mario Mendoza (cuyo personaje principal, un ex combatiente de la guerra en Vietnam quien sorpresivamente se convierte en un “ángel exterminador”, curiosamente se basa en el libro anteriormente mencionado y en la masacre de Pozzetto ocurrida en Bogotá en los años 80).
El cine también ha retratado esta idea reiterativamente, pero nunca lo ha hecho de una manera tan clara y contundente como en la película dirigida y escrita por Peter Greenaway El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante, de 1989. Esta cinta fue producida por Pascale Dauman, su fotografía estuvo a cargo de Sacha Vierny, el vestuario fue diseñado por Jean Paul Gaultier y la música compuesta por Michael Nyman. Con todos estos elementos a la mano, Greenaway ha tratado a través de su obra de resolver un interrogante muy presente dentro de la historia universal, ¿qué tanta contradicción puede existir dentro de un mismo ser humano? Dentro de este filme todo parte de la misma constante, desde los espacios hasta los personajes, la mayor expresión del concepto de dualidad, de ésta contenida en un todo.
Albert Spica (el ladrón), interpretado magistralmente por Michael Gambon (y esto es dicho porque su interpretación cumple a cabalidad con el propósito del personaje, ganarse con creces la aversión del espectador, es decir, que éste lo odie desde el primer momento que lo vea), es el personaje principal de esta película, y no sólo se lleva el 80% del guión sino que es el ejemplo perfecto que utiliza Greenaway para demostrarle al espectador hasta dónde llega la contradicción del ser humano de la que hemos estado hablando, él es una oposición a sí mismo en todo momento. Spica es el típico malandrín venido de abajo (o al menos así lo parece) que para ganar el status social y demostrar la clase que desafortunadamente (o afortunadamente, según lo vea cada cual) no puede comprar con su dinero se involucra en el negocio de la gastronomía apropiándose de un restaurante francés muy elegante. Allí lo veremos en el comedor haciendo alarde durante toda la cinta de sus “buenos modales” y sus conocimientos sobre la buena mesa, aparentando ser todo un gourmet. Pero, ¿será tanta belleza cierta? Al parecer no, pues podremos ver al señor Spica construyendo y destruyendo, amando a su mujer con locura pero al mismo tiempo tratándola como si fuera un objeto (o peor aún, como si fuera la basura del restaurante), pareciendo culto y mesurado y obligando a un hombre a tragar heces de perro y luego orinándosele encima, siendo una persona sensible pero a la vez un asesino, disfrutando del arte pero torturando al niño cantor de la cocina, utilizando palabras refinadas en la mesa pero siendo soez y grosero con sus enemigos (e incluso con la gente más cercana a él), diciéndole a su mujer cómo debe comportarse en todo lugar pero clavándole a otra un tenedor en la cara, en fin, demostrándonos así que es verdad que el ser humano es capaz de cometer tanto los mejores actos como los peores.
El concepto de dualidad también se puede ver en los otros personajes principales, tanto en su manera de ser como en su relación con Albert Spica (de cierto modo, sus vidas gravitan alrededor de este señor). Su mujer, Georgina (interpretada por Helen Mirren), parece lucir muy bien, pero en este caso como en muchos se aplica aquello que dicen que no se debe juzgar a la gente por lo que aparenta sino que hay que ir más allá, pues nadie sabe ni imagina las preocupaciones, miedos y problemas internos de cada quien. Así, esta mujer que por fuera se ve tan fina y sofisticada es quien más resiente las contradicciones en el carácter de su esposo, es más, su relación con él es una contradicción per se. Es la típica relación de un abusador y su pareja, pues Spica parece ser el poderoso humillando y pisoteando a “Georgie”, pero él es el débil ya que hace eso con ella porque muy en el fondo teme perderla, él sabe que el dinero compra el favor de la gente pero no el amor. Georgina en su momento encontrará el amor (o lo que no le da su pareja) en un hombre diametralmente opuesto a Spica, pues Michael (Alan Howard), su amante, es todo lo que su esposo no es (aunque moriría por serlo): intelectual, refinado, culto. Y finalmente se encuentra su cómplice en el amantazgo con Michael y posterior venganza contra Spica, el chef y verdadero dueño del restaurante Richard Borst (Richard Bohringer), quien es cobarde frente al ladrón pero a la vez es creativo y no teme innovar en sus preparaciones culinarias (luego toda esa creatividad se volcará en la venganza a Spica).
La relación entre opuestos también se ve evidenciada en la puesta en escena como tal de la película, que es muy teatral y nos recuerda el periodo barroco. Se denota en la utilización de elementos contrarios que se refieren a un mismo tema, como poner las comidas más deliciosas y de aspecto más apetitoso junto con los desechos y la comida putrefacta del restaurante, los olores más exquisitos junto con los más nauseabundos, y cosas así por el estilo. Es muy destacable también el uso de los colores en los escenarios (azul para el parqueadero, verde en la cocina, rojo en el comedor y blanco en el baño) con la presencia de contrastes cromáticos y la novedad de que los vestidos cambien de color según el escenario en el que los personajes se encuentren.
En conclusión, Peter Greenaway hace de esta cinta toda una delicia gastronómica, pero hay que tener cuidado porque la mezcla de sabores tal vez no caiga bien en algunos estómagos, sobre todo si éstos son muy delicados. El cocinero, el ladrón, su mujer y su amante es una película en la que la lucha de dos fuerzas férreamente contrarias, el bien y el mal, se da en un escenario que está bellamente decorado, pero esto no garantiza nada a los contendores… como en toda lucha, sólo uno puede ganar. Tal vez y sólo tal vez, la película refleje la vida misma de todo hombre y mujer, tal vez el bien y el mal no puedan existir por separado sino que se necesiten el uno del otro para ser, como en una relación mutualista. Tal vez estos conceptos contrarios no lo sean tanto sino más bien sean las dos caras de una misma moneda y, como dicen los que creen saber, a veces se confundan.